El hambre y la miseria / LUIS VELÁZQUEZ RIVERA

El hambre y la miseria

Y en ningún momento es porque traiga en mi cartera la estampita de Amlove de Detente enemigo. Tampoco porque traiga la estampita del santo de los narcos. Ni porque haya comido mole poblano.

Creo que nada hay más peligroso que el hambre, hijo de la miseria y la pobreza. Y mi tatarabuelo, campesino jodido, sobrevivió a las pandemias de su tiempo. Mi abuelo también. Mi padre, también. Somos inmunes por nacimiento.

Me río de las ocurrencias de los políticos y los religiosos. ¡Caray, treparse a un helicóptero con la virgencita en la mano para repartir bendiciones! ¡Payasos!

Alguien por ahí, parece el ideólogo televisivo, dijo que el hambre mata a más gente que la pandemia. Caray, luego luego se aprecia que ignora la realidad en el campo y las regiones indígenas.

Los pobres estamos hechos para resistir las peores enfermedades del mundo. En el campo se te va formando callo ante las pestes.

Como estás enterado, hace mucho me retiré del mundo. Muerta mi esposa, mis hijos me dijeron adiós y agarraron camino. Pronto me olvidaron. Entonces, quedé solo con un perrito, que es mi amuleto.

Y me retiré de todo y de todos. Vivo en una cueva rupestre, aquí, en Alto Lucero, allí mismo donde por cierto vivió Pedro, el anacoreta.

Me alimento de las hierbas del campo. Y de las verduras que siembro. A veces, cazo un conejo y es mi comelitona. Banquetazo cuando echo mis tortillas y picadas y gordas y me atraganto. Tomo agua del manantial, cien por ciento pura.

Y aun cuando ando en la séptima década me siento más sano que cualquiera.

Por aquí he visto pasar a muchos muertos. Los cuento cada vez que escucho la campana de la iglesia anunciando misa de cuerpo presente.

Vivo y sobrevivo quizá, acaso, porque llevo vida sana. No miro televisión. No escucho radio. Leo y releo la Biblia, libro de historias fascinantes.

Me baño en un río que pasa por aquí. Me arrullo con el canto de los pájaros en las tardes tibias. Nunca hago el amor ni el sexo. Hace mucho tiempo la libido se fue. Y por fortuna, mi corazón está libre de pasiones descarriladas.

Vivo en paz. Y ninguna pandemia me asusta, friega, incomoda ni perturba.

El otro día bajé a la cabecera municipal. Vi un pueblo desolado, desierto, sin almas en la calle. El hotel de Paquita la del barrio, cerrado. El mercado, semicerrado. Las cantinas, cerradas. Los taxis, estacionados. La iglesia, sin feligreses y sin limosnas. El cura, “durmiendo la mona” en la hamaca amarrada de un árbol a otro.

¡Vaya tragedia! Al lado de la pandemia como compañera del mal, la desolación económica.

Luego, feliz, contento de mi salud, regresé a mi cueva de anacoreta.

En los orígenes de la humanidad, el hombre vivía solo. Y en cuevas. O a orilla del mar. Y era cazador y pescador. Y se alimentaba de los animales cazados y de los peces capturados.

Y nunca, jamás, una pandemia. Ni siquiera, vaya, cuando agarró camino para explorar otros continentes. Desde Asia, por ejemplo, llegó a América Latina hace más de cinco mil años.

Aquellos, sobrevivieron, si es que las hubo, a las pandemias. Yo, seré el gran sobreviviente del coronavirus. Y sin estampitas. “Me canso… ganso”.