El mensajero / Juan Noel Armenta

El mensajero

Cientos de palomas muertas cubrían al pueblo. Amaneció el pueblo lleno de palomas muertas de esas que les dicen mensajeras. Llovieron palomas, decía la gente al ver la tumbadera sobre las calles. Era cierto, tal pareciera que en vez de cristalinas gotas de agua habían llovido palomas. La gente hizo fosas y enterraron las palomas. Cientos de ellas se enterraron. Pero fuera del caserío, en otros lugares no habían llovido palomas. Ahí, en el pueblo, las calles y casas estaban cundidas de palomas muertas. El caballo de tío Pedro quedó atrapado entre las palomas. Sacudía su entablado cuello pero no se atrevía a caminar por el temor de pisar a algunas indefensas palomas, o resbalarse y caer. Fue un caso muy raro, era como si a las palomas las hubieran matado en el cielo y las botaran intencionalmente sobre el pueblo como un castigo quizás divino. La gente por eso estaba muy temerosa, sumamente espantada. Yo estaba dormitando, dijo Pola, cuando empecé a oír unos golpes en el techo parecidos a una granizada. Pero no pensé que esos golpes fueran palomas muertas cayendo del cielo. No podía imaginar semejante locura. Fuera del pueblo solo había unas cuantas palomas tiradas. Se notó pues, una mala intención de perjudicar o castigar al pueblo por algo que había cometido, vociferaba Ana María. O tal vez era un banco de palomas migrantes que por alguna razón murieron cuando pasaban arriba del pueblo. No cesaban los comentarios sobre lo que había pasado. La culpa como siempre se la echaban al diablo, a los brujos insensatos, a los curanderos apestosos. Esos cabrones si saben lo que pasó, decía Taurino “El gallo”. Pero vendría otro incidente que le restaría importancia a la lluvia de palomas mensajeras. Ese viernes, bien lo recuerdo, otra vez amaneció el pueblo cundido de palomas muertas, pero esta vez eran palomillas de foco, de esas que les llaman palomillas de San José. Las calles empedradas del pueblo tenían tendida una alfombra de palomillas blanquecinas muertas. Con escobillas secas salimos a las calles a barrer, y juntamos treinta costales de esas palomillas muertas de San José. Soplaba un aire raro y eso dificultaba la barrida porque se arremolinaban violentas las alas muertas de las palomillas de San José. Luego llevamos los treinta costales a lomo de mula al terreno de Ponciano Ruíz. Ahí hicimos una gran pira y el fuego, como siempre, quemó todo vestigio maldito. A ver mañana que otra pinche maldición nos viene, dijo don Telésforo. Pero todo volvió a la calma. Se reanudaron los trabajos del campo, de las casas salía el humo con olor de frijoles guisados con manteca de cerdo. El pueblo era el mismo como lo habíamos conocido. Pero esa aparente calma no era más que el silencio amenazante del ojo del huracán, porque venía algo peor. Un domingo llegó, hasta la taberna de don Eloy, un hombre bajito vestido de blanco. Se sentó, sacó su paliacate rojo y limpió el sudor de su frente. Sin duda era un extraño personaje. ¿Qué lo trae por acá amigo?, le preguntó don Paco. Traigo un mensaje de Dios para todo aquel que se cruce en mi camino, dijo. ¿Es usted pastor o sacerdote?, inquirió nuevamente don Paco. Ni lo uno ni lo otro, solo soy un mensajero, dijo el extraño personaje. ¿Cuál es el mensaje que nos envía Dios?, dijo irónicamente esbozando una sonrisa don Guillermo. Y fue en ese momento que la gente se dio cuenta que el extraño personaje, antes vestido de blanco, ahora vestía de negro pero sin haberse parado del banco. Y al ver esto la gente se espantó, pero no se retiró, fue más grande el morbo que el espanto. ¡Dice Dios que vuelvan al buen camino o de lo contrario seguirán siendo castigados severamente!, expresó con voz profunda y gutural el extraño personaje. Y la gente se rió del mensaje de Dios y del mensajero. El extraño personaje se paró molesto y se perdió en el camino rumbo al poblado de La Esperanza. Y así fue, como lo advirtió el extraño personaje. Todavía no conciliaban el sueño los pobladores cuando en la madrugada la tierra tembló como si fuera a vomitar después de una purga de epazote para las lombrices. En un momento se acabó el poblado. Había muertos por donde quiera, casas derrumbadas y un penetrante olor a muerte. Gracias Zazil. Doy fe.