La conseja del anciano

Juan Noel Armenta López

 

Aquel anciano estaba sentado en una banca del parque Juárez, aquí en Xalapa. En la más absoluta soledad, aquél anciano, recargado con sus manos en el bastón de apoyo, estaba ensimismado en sus pensamientos. Colocaba el anciano la barbilla en el dorso de sus manos entrelazadas. Blanquecina le brillaba la barba desparpajada y rala. Piel blanca, ceja tupida cana, ojos hundidos en el calendario del tiempo y en las cuencas profundas de su rostro, denotaban la presencia de aquel anciano. Le oí varias veces regurgitar su garganta para limpiar los tejidos colgados de sus cuerdas bucales. Subió su mano flaca y escarbó con sus dedos el huyente matojo de barba que le ocultaba el rostro. Una vez hacia arriba, una vez hacia abajo, acarició sus cabellos colgantes con firmeza. Vio su mano por los dos lados, como buscando “corucos” que se hubieran prendido desesperados a los cabellos de la barba. Cruzó la enclenque pierna aquel anciano para mejorar postura y descansar brevemente el peso de la vida. Clavó su mirada con esos ojos apenas perceptibles en aquel niño que alegre brincaba en la jardinera empujando un globo que se resistía a volar. Tal vez esa imagen del niño que jugaba, le traía borrados recuerdos al anciano. De repente, el anciano, cerró sus ojos chacos de color miel emborregada, como queriendo disminuir el dolor de un pasado quizás lastimoso. Sacudió el anciano, con su mano derecha, la valenciana del pantalón, y remarcó con firmeza el doblez. Un viento suave, movía las ramas de los árboles del parque, denotando así la distinguida figura de aquel anciano. Las campanas de la iglesia catedral anunciaban la segunda llamada a la misa  de ese domingo.  Un mechón amarillo de la barba comulgaba fielmente con sus dientes que indudablemente eran el testimonio de la pipa que fumaba con frecuencia. Si, no podía faltar ese reloj de bolsillo, sujetado por una cadena apenas blanca que entraba al pantalón de pinzas alguna vez dobladas a plancha caliente “encomalada” al rojo vivo. El aspecto de aquel anciano era, a pesar de su marcada pobreza, la de un hombre engrandecido por la vida. Las agujetas de sus zapatos pasaban de “ojillo a ojillo” enguantando los pies y envolviendo aquellos calcetines a cuadros blanco y negro. Decía mi abuelo que la inteligencia de un hombre es notable de pies a cabeza, por eso recomendaba: traer el calzado con brillo impecable y vestir todo lo que se tenía de brillantez en la cabeza. No podían faltar en aquel anciano un peine corto pirámide, y una pluma con destellos que parecían de oro enmarcados por un profundo cerco negro. Parecía el anciano un hombre salido de la puerta del tiempo, inteligente e indudablemente pobre. Portaba el anciano camisa blanca cuello paloma endurecido por el almidón de moda en años pasados. Colocó el anciano el sombrero de “pachuco” sobre sus sienes, se paró de la banca, ciñó sobre sus hombros el viejo abrigo de “maquinoff ”, tomó su bastón de “coa” y recurrió con la mirada los lugares que sin duda ya conocía: sí, dijo, allá estaba el cine victoria, sobreviven las paredes del convento franciscano donde también nació el Colegio Preparatorio en 1843, por allá estaba el Hotel Juárez, el Palacio de Gobierno, mucho después las estatuas de las virtudes humanas, ¡qué recuerdos! Cuando nos despedimos aquel anciano me hizo un último comentario. Te regalo esta tarde lo poco que aprendí de la vida, tómalo en cuenta: la vida es una bocacalle llena de gente que camina en un solo sentido; el tiempo perdido es lo único que jamás se recupera; entrégate a Dios pero jamás le comentes tus planes; la felicidad debería ser el único propósito de la existencia; las enfermedades del cuerpo y la mente se explican en la flora intestinal, también la política; sembrar una familia siempre será un buen propósito; no busques la fama, si la vas a tener llega solita; el dinero no es importante, siempre y cuando se tenga lo necesario; hay más preocupaciones falsas que verdaderas; dale paso al desvalido, alguna vez te lo darán; observa, no mires; cuando todos hablan de ti, eres el gran desconocido; no compitas con la velocidad de la informática, si te molesta simplemente apaga su vanidad jalando el cable; el amor no le pega al corazón, le pega al estómago; trabaja hoy, no sea que escriban sobre tu lápida “aquí sigue descansando”. Y se perdió aquel anciano caminando con dificultad por los pasillos de ese parque maravilloso. Gracias Zazil. Doy fe.