Por Miguel Ángel Cristiani
El odio se ha convertido en el nuevo petróleo del siglo XXI. No se extrae de la tierra, sino del alma humana; no contamina el aire, sino la conciencia colectiva. Hoy se comercia con resentimientos, se manipulan emociones y se fabrican enemigos a la medida de cada electorado. Los líderes autoritarios, los magnates digitales y los mercaderes de la indignación descubrieron que el enojo vende más que la razón, y que dividir siempre rinde más que unir.
Vivimos en una época donde la cólera ha sido institucionalizada. La política ya no busca convencer, sino provocar. Los discursos de odio funcionan como la gasolina de una maquinaria que no puede detenerse, porque su poder depende precisamente de mantener a la gente enojada. Lo grave es que ese fuego no solo arde en las plazas públicas: se ha filtrado en nuestras conversaciones, en nuestras redes, en nuestras familias.
El odio, aunque parece una emoción simple, tiene raíces profundas. Nace de las heridas no curadas, de los desprecios, del miedo a ser irrelevantes. Por eso es tan fácil de manipular: quien promete redimir el agravio —real o imaginario— gana devotos, no solo votos. Así, la política convierte al ciudadano en militante de una causa emocional, y al adversario en enemigo existencial. Como en el mito persa de Zaratustra, la lucha entre el bien y el mal se traslada al terreno de lo humano: “nosotros los buenos”, “ellos los malos”.
Esta simplificación es rentable. Los algoritmos de las redes sociales lo saben bien: mientras más indignación generen, más tiempo pasamos frente a la pantalla, más anuncios se venden, más dinero se gana. Las plataformas no están diseñadas para fomentar el entendimiento, sino para amplificar el conflicto. Su lógica es tan sencilla como perversa: un “me enoja” vale mucho más que un “me gusta”. La economía digital vive del enfrentamiento, no del acuerdo.
En política ocurre lo mismo. Los líderes que apelan al miedo y a la furia consiguen adhesiones rápidas. Regresan a sus seguidores a una especie de infancia emocional, donde el mundo se divide entre quienes obedecen y quienes amenazan. “No odias lo suficiente”, parecen decir, empujando a las masas a abrazar la hostilidad como forma de identidad. No gobiernan con ideas, sino con enemistades. Y cuando el resentimiento se institucionaliza, la democracia se convierte en una arena de gladiadores donde la verdad muere a manos del espectáculo.
La ira, usada como herramienta de poder, destruye el diálogo. Lo sustituye por la consigna. Pero un país no se construye desde el grito, sino desde la palabra. Recuperar la confianza en los demás —esa virtud civil hoy desprestigiada— es un acto de resistencia política. Frente al ruido de las redes y las arengas incendiarias, necesitamos recuperar la conversación serena, la empatía, la capacidad de disentir sin odiar.
El desafío es enorme: desactivar una maquinaria que lucra con nuestra rabia. Pero el periodismo, la educación y la ciudadanía consciente tienen una tarea irrenunciable: devolverle valor al pensamiento sobre la emoción, al diálogo sobre la consigna, al argumento sobre el insulto. Porque el odio, aunque parezca una emoción poderosa, es en realidad una forma de esclavitud. Y solo quien renuncia a odiar comienza verdaderamente a ser libre.




















