Y ahora, ¿hacia dónde?

Por Mouris Salloum George

A través de la historia, la clase política mexicana siempre se distinguió
por adecuar –mal que bien– sus modelos de crecimiento, sus
orientaciones, al entorno internacional y, muchas veces, a capotear los
saltos impredecibles de su poderoso vecino. Aunque hubo muchos
que quisieron ver al general Porfirio Díaz como un militar de fajina,
vulgar ”escupe alfombras”, Ralph Roeder dixit, en realidad se
equivocaron. Díaz era un gran estratega político que supo interpretar
los movimientos del expansionismo norteamericano y compensar sus
embates con la época pujante de los grandes imperios europeos.
Durante sus treinta años como dictador, don Porfirio toreó con éxito a
los presidentes Ulysses Grant, héroe de guerra, Groover Cleveland y
McKinley, republicanos duros de roer, representantes de grandes
intereses económicos y enormes monopolios. Los últimos años, lidió
con Theodore Roosevelt, el del gran garrote, y William Tafft, que
siempre le reclamó trato parejo como a los petroleros ingleses. Acá, el
dictador tuvo que habilitar a los hijos de los poderosos locales, a los
lagartijos, como coyotes de las transnacionales del petróleo, los
ferrocarriles, la minería y los enclaves de las comunicaciones para
tener a todos en un puño y hacerse valer por encima de ventajas
geopolíticas.
El Grupo Sonora, al triunfo de la Revolución, no puso óbices para
lograr como fuera el reconocimiento diplomático a su gobierno, aun
utilizando mecanismos desventajosos en grado extremo, como la firma
de los leoninos Tratados de Bucareli.
Gracias a la consecución de dichos objetivos, pudieron hacerse las
grandes reformas administrativas y conseguir las inversiones en
infraestructura, que desembocaron en la era de las instituciones
callistas, pie de estribo del capitalismo primario de Estado.

Si los norteamericanos habían abandonado su aparato productivo de
textiles y alimentación para hacer la segunda guerra, México se dedicó
a cubrir ese hueco; el crecimiento se finco sobre los sectores
manufactureros y agroexportadores. Se consolidó una parte de la
burguesía, la que se ubicó del lado de los generales triunfantes del ala
obregonista.
El desarrollismo alemanista imprimió una versión de modernidad que
encubría la voraz corrupción de los civiles recién ascendidos al poder;
se protegió el monopolio y la explotación bajo la fórmula bajos
salarios- estratosféricas utilidades. El régimen de expropiaciones,
concesiones y subsidios fue apabullante.
La estabilidad interna se procuró a través de una política monetaria
que permitiera estabilidad de precios, sumada a una política fiscal que
perseguía la acumulación de capital y de riqueza. No eran ni
improvisados ni ingenuos aquellos valedores.
Los neoliberales se ajustaron estrictamente a las órdenes imperiales
del FMI, el Banco Mundial y la Casa Blanca, a cambio de casi nada.
Desmantelaron las estructuras del estado y sus sectores productivos,
desregularon las barreras que impedían la entrega, privatizaron y
estatizaron las medidas bancarias, y todo lo que eso significó.
Y de ahí pal’ real. Ahora no hay plan de desarrollo, ni sistemas de
cuentas nacionales, ni presupuesto confiable y seguro, ni secretarios
que siquiera den la cara. A los mexicanos ya no nos interesa que el
gobierno quiera jalar hacia la derecha, hacia el centro o hacia la
izquierda supuestas; lo que nos conmueve es la cara de “¿what?”?
Que todos ponen cuando algún periodista independiente los inquiere
al respecto.
Lástima de tradición.