BUENOS AIRES

Por: José Muñoz Cota

(In Memoriam)

 

Estuve varias tardes en Buenos Aires. Es ciudad para espíritus que saben conversar; ciudad de diálogos.

Súbitamente se abrió una esquina y me heredó la amistad de Alberto Hidalgo, peruano que no acababa de salir de la mitología incaica. Su rostro es una geografía de montañas adustas.

Pero tiene el don de la metáfora. Abre los ojos y mira con imágenes. Abre y cierra sorpresas, como esas cajitas infantiles de cuyo fondo sale un muñeco a colores cuando se le quitan las tapas.

Ahora que ya no hablamos -él se subió a su cielo- me queda el remordimiento de no haber estimado bien a un genio.

Cada quien inventa la definición del genio. Yo he conocido a dos: Horacio Zúñiga -aquí- y Alberto Hidalgo -allá.

Los santos -dicen- tienen halo. La aureola de Hidalgo eran metáforas y cada una, a su vez, era una metáfora de sí misma y así, hasta lo infinito.

En Buenos Aires danza -detenida en el tiempo su fragilidad luminosa- una mujer, Lilia Guerrero, quien al oficiar la liturgia de su imaginación, fluye poesía por todos los poros de su cuerpo. Lila es amiga de Alberto. Diferentes como el alba y el crepúsculo: vidas paralelas que dialogan transmitiéndose palabras cósmicas.

A veces toda una ciudad es el resumen de una, de dos, o tres personas y nada más. Ellas consumen el paisaje íntegramente.