EL TIEMPO / JOSÉ MUÑOZ COTA

EL TIEMPO

POR: JOSÉ MUÑOZ COTA

(In Memoriam)

 

Para Uriel Rosas

Ahora que ya soy adulto -en la cuerda floja de la vejez- y como no hay espejos en la casa, no queda otra salida que caer en mí mismo y contemplarme.

Saben que soy el personaje de mi obra. Esto es lo que nos reitera Montaigne, en ese viaje alrededor de su espíritu.

Ser el espía de las canas y las arrugas, pero no tanto del cuerpo como del alma.

Primero, cuando se es joven, hay que escudriñar la conciencia para mirar cómo se enciende la llama; después cuando adulto, arrimar leños a la hoguera para que prosiga iluminando y así, ahora, en los aledaños de la ancianidad, mantener el fuego, no sólo para calentar los huesos adoloridos sino para cumplir las obligaciones humanas de conservar la lámpara encendida para que los viajeros extraviados recojan sus pasos perdidos

A estas alturas ya no se sabe si el oficio era el indicado y si lo desempeñamos bien y con limpieza. Se tiene la seguridad de que el tiempo ha transcurrido y no pasado, puesto que de cuando en vez sentimos que nos reclama en una o en otra forma

Ahora, cuando ya nos acercamos al límite pienso que no hay que buscar el tiempo perdido, sino más bien, inventar el porvenir del cual nos deben erigir la estatua.

Tiene que ser una estatua de palabras, no de piedra, no de mármol, sino simple y llanamente de palabras, como ha sido la vida.

Porque, resumiendo la existencia, no hemos sido un hombre de letras, tampoco un hombre de ideas, más bien hemos encarnado al personaje que no ha cesado de recitar palabras. Un hombre de palabras.

Muchas de estas palabras habrán muerto antes que nosotros. Cierto. Otras, andarán en el barco de los muertos sin pasaporte y, no faltarán las que ronden nuestro insomnio como almas en pena.

Lo dramático es que estudiamos para encontrar una multitud de voces extrañas extraídas del fondo de los diccionarios y de los textos de literatura clásica.

Para cumplir esta tarea dilapidamos años enclaustrados entre las páginas de miles de libros y sufriendo la tortura de estar sentados en aulas de incomoda asistencia y ahora, cuando los encantadores que se esconden entre las paginas se han escapado por la ventana, nos llega la triste verdad: la auténtica cultura seria aquella que nos mantuviera niños, con lenguaje de niños, con imaginación de niños tan infantiles como el ABC.

Esto es, estudiar lo bastante para llegar a la edad en la que hay que tirar por la ventana los conocimientos y las sabidurías y retornar a la santa simplicidad de la ignorancia

En la Universidad de la Vida, los ancianos tenemos la obligación de olvidar cada día las cuestiones que aprendimos por años. La cultura de la ancianidad (y hay tantas culturas como edades tiene el hombre) tiene que ser tan vigilante de la memoria que cada noche, antes de dormir, se tenga la certidumbre de que se han arrojado al vacío principios, prejuicios, leyes y aforismos, hasta alcanzar la cúspide de una página en blanco, una antología de olvidos; vale decir: la felicidad sin condiciones de sabiduría

Estos ejercicios espirituales son imperativos. En el Día del Juicio -si es que existe- no iremos a presentar el inventario de los volúmenes devorados durante los días turbios y las noches en claro; solo se requerirá el pasaporte como garantía de autenticidad; la desnudez edificante, ya sin nombre, sin título, sin ridiculum vitae; sin la enumeración de los méritos, sino en el estado de gracia de la conciencia plana, la tabla rasa, la blancura de la cuartilla ya sin el garabato de las tachaduras y el torcido disparate de las letras, sino como un desierto sin mácula en espera de la eternidad.

Es posible que esto no sea posible, que resulte utópico; pero nadie negará que es el hermoso sueño antes de que el reloj suene su despertador infamante.

Los calendarios descubren la impudicia de quien está violando la intimidad. No tiene caso que el reloj recuerde, con odio, que se huyen los minutos, uno a uno, sin que exista remedio contra esta deserción. El hombre pegado a la naturaleza, convencionalmente se rige por el sol, pero no gasta sus miradas comprobando las horas que pasan. Vivir elementalmente, sin aceitar los huesos de la muerte, hasta que ésta, súbitamente, llame a la puerta con los cuatro acordes con que se inicia la Quinta Sinfonía de Beethoven.

¿Qué más da que la sinfonía del existir resulta constantemente una sinfonía inconclusa?

La muerte es inoportuna. Llega cuando todavía no hemos puesto en orden los utensilios del escritorio. Las cosas no están en el lugar exacto. Los cuadernos añoran la solución de las sumas y las restas, nada está satisfecho; todavía hay un algo más que nos queda pendiente.

Morirse es evacuar los instrumentos, poco a poco, hasta dejar el foro vacío, con la melancolía de la batuta del director de orquesta que ya no dirige nada

Sin embargo, hay que proseguir. Impedir, si es necesario por la fuerza, que los instrumentos huyan -los de madera, los metales, los de percusión- y nos dejen con el deseo de poner el punto final con nuestras propias manos.

¿Fue esto lo que Rainer María Rilke se propuso cuando hablaba de la muerte a la medida?

No dejar nada en punto y coma; no cerrar el comercio antes de lo estipulado por los reglamentos de policía. Quizá sí; quizá no.

Por ello la ancianidad es lo más hermoso de la existencia Ya superadas las turbulencias juveniles -el azoro del alba-; ya doctorados los momentos del medio día; penetrar a la recámara de las sombras, paulatinamente, es iniciar una nueva aventura.

La aventura de ver de cuerpo entero, la desnudez del alma.