La médula espinal / Juan Armenta

Todos los niños del rancho estábamos obligados a beber la médula del espinazo de la vaca. Pronosticaban los adultos larga vida a la chamacada por beber la médula de la vaca “muerta”. Todos los chiquillos del pueblo teníamos que formarnos para beber la ansiada médula como si fuera un suculento platillo de la región. A cada chiquillo le daban su jarro para que fuera a beber la médula. Ni gripa te va a dar si bebes la médula, le dijo su mamá a Mario. Cuando íbamos llegando a donde el “nacatero” servía la médula con un cucharón de madera, empezábamos a sudar de la frente y de las manos copiosamente. Era un frío raro. Nos temblaba todo el cuerpo de miedo. Temblábamos también de asco y de angustia. Enjutados por el frío y el miedo, nos castañeaban los dientes sin cesar. Y cuando caía en el jarro ese líquido graso, era para odiar a quienes nos obligaban a tomar la médula. Cruda estaba la médula, porque la vaca no estaba “cocida”. La médula tenía puntos de sangre como granos de galleta chaquira. Parecía atole de masa agria con ostiones y piquetes de sarampión, decía Pancho. Beban su médula para que crezcan sanos, decía burlón el “nacatero” a la hora de servirnos la médula con el cucharón. Disimuladamente veíamos en el suelo a la vaca muerta, tirada, sin vida, mientras esperábamos la médula. La vaca tenía los ojos fijos, vidriados, pero su rostro sereno decía que por fin su sufrimiento había terminado. Si la médula es la vida como dicen los adultos, por qué no se la “tragan” ellos para que vivan más, decía Nazario entre dientes. Al servir la médula caliente con el cucharón, el aire atrapaba al humo y lo arremolinaba. Y era en ese momento que se venía un olor fétido que nunca olvidaríamos. Olía a algo así como cuando el tío Leobardo se quitaba los zapatos después de arar la tierra todo el día a pleno sol en su parcela. La presencia de los adultos era suficiente para beber la médula. La mirada suplicante de los niños, no era suficiente para que los adultos cambiaran de opinión. Así es que nos tapábamos la nariz y empinábamos el jarro hasta verle el fondo. Desde que traían a la vaca “cabresteando” por la calzada, ya sabíamos lo que nos esperaba. La vaca traía lágrimas en los ojos. Nosotros también teníamos lágrimas en los ojos. Cada quien sufría lo suyo. Ese ritual de beber la médula fue porque el viejo “Chendo” había dicho que era buena para “levantar” la salud de los niños. Pero con el tiempo alguien dijo que la médula era portadora del “secapalos”, la tuberculosis. Entonces los adultos cambiaron de opinión y querían matar al matador de vacas por “güey”. ¿Cómo era posible que el “nacatero” no supiera que la médula espinal de la vaca era mala para la salud de los chamacos porque traía la tuberculosis? El “nacatero” se defendió muy bien en el juicio oral que le hizo la comunidad. Solo dijo: yo vendo lo que me compran de la vaca, menos los cuernos, porque aquí en el pueblo vaya que abundan. Ante tan aristotélicas palabras, el pueblo se quedó callado. Yo diría en estado de indefensión. Silvana, la “Tepacha”, impávida, veía impresionada las últimas “boqueadas” de la vaca: juraría que vi el alma de la vaca cuando salió del cuerpo y voló al cielo, contaba la “Tepacha”. ¿De cuál fumas niña?, le dijo Guto a la “Tepacha”.   Hace poco fui a un restaurante y vi en la carta: sopa de médula. Y dije: no. Y hubiera pedido parrillada argentina, si no es porque un amigo que me acompañaba en la mesa, me dijo: la parrillada argentina son pedazos de tejido “adiposo” de la vaca. Y mejor pedí un café con pan riquísimo. Gracias Zazil. Doy fe.