Enmendar el fracaso / OSCAR PEDRO REYES CASTELAN

La fallida estrategia fue iniciada por el expresidente Felipe Calderón Hinojosa en 2006, y mantenida por su sucesor, Enrique Peña Nieto, cuando la guerra contra el narcotráfico cobró miles de vidas humanas en todo el país, no solamente entre grupos delictivos que se disputaban plazas para adueñarse de las ciudades más importantes, sino también de miembros de las fuerzas armadas que los combatieron, además de daños colaterales en la población civil.

Eso lo cuestionó muchas veces el entonces candidato opositor Andrés Manuel López Obrador, y su oferta política de campaña fue regresarlos a los cuarteles, gradualmente. La principal razón que expuso en sus constantes intervenciones fue que se violaban derechos humanos y la violencia no podía combatirse con más violencia, apostando a los abrazos, no a los balazos.

Pronto se dio cuenta que eso tampoco funcionó ni funcionará, como han advertido distintas voces sociales, políticas y académicas. Ha escalado tanto la violencia, que tomó la decisión de regresar al Ejército y a la Marina a las tareas de seguridad pública, lo cual es una aceptación de que no tuvo éxito la estrategia de su gobierno al crear la Guardia Nacional para asumir esas funciones, formada en un inicio con elementos civiles de nuevo ingreso, miembros de la Policía Federal, junto con marinos y militares.

En los hechos, tanto Sedena como la Marina han mantenido el apoyo a la GN, pero no lo han hecho de manera abierta.

La situación, tan compleja como la que hoy se presenta, es un problema de seguridad nacional: los cárteles no solamente afianzaron su poder en el tramo que lleva al frente del gobierno de México, ha crecido tanto que han podido someter a las propias instituciones, lo que representa un riesgo para el gobierno de la 4T.

Lo ocurrido en Culiacán, cuando el Ejército fue obligado a ceder ante esa fuerza y entregó a uno de los jefes del grupo de narcotráfico más poderoso del país, el hijo de Joaquín “el Chapo” Guzmán Loera que había sido capturado, según se dijo, “para proteger a la población inocente” en caso de haberse presentado una confrontación de grandes proporciones. En otras ocasiones ocurrió la misma situación, menos escandalosas que ésa, cuando marinos, militares y de la Guardia Nacional fueron humillados por unos cuantos delincuentes por respetar la orden superior recibida de no responder a las agresiones.

Debe haber mucho cuidado ahora que retornan oficialmente las fuerzas armadas a las tareas de seguridad, por el riesgo que observan especialistas y de la propia ONU de que pueda incrementarse la violación a los derechos humanos, pero también que el combate a la delincuencia no sea una repetición de agravios a las instituciones más respetadas de este país: el Ejército y la Armada, a quienes los ciudadanos profesan una enorme confianza.

Más allá de las críticas que han surgido con esta decisión tomada por el presidente López Obrador, es una opción para enfrentar este cáncer social, o acaso la única que por ahora tiene el estado mexicano para responder a las legítimas demandas de los ciudadanos de que se garantice la seguridad en sus vidas y en sus bienes. Lo que debe seguir, sin duda, es un real combate a la corrupción en todos los cuerpos policiacos y en todos los niveles de gobierno, incluidos gobernadores y alcaldes, fiscales y jueces, pues esas organizaciones criminales difícilmente podrían existir sin las complicidades que les permite operar casi con absoluta libertad.

Esa es otra enorme tarea pendiente que por ningún motivo puede ser ignorada.

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