De mil 392 empleados del barco, 970 permanecen en la nave después de poco más de dos meses de encierro
José Ángel Rueda | ESTO
Pese a todos los intentos por hacer el encierro más llevadero, la puerta de la oficina de Aurora no deja de sonar. Uno tras otro se escuchan los golpes sobre la madera. Cuando se abre, aparecen ojos expectantes, llenos de preguntas que no tienen respuestas.
En sus tiempos de descanso, Aurora se sienta en la popa del crucero, cerca de un puerto que por momentos se ve a través de la bruma. Hay otros días en los que no hay nubes, y la silueta de los edificios de Fort Lauderdale, en Florida, se percibe con claridad. Del otro lado, Aurora mira la línea del horizonte, esa que separa el cielo del océano.
Es tan delgada que a veces se pierde. Le gusta imaginar que se trata de un todo, como un lienzo interminable que involucra distintos tonos de azul, y que conforme cae la tarde se vuelve un poco rojizo.
La imagen, como salida de una película de marineros que miran la tierra anhelada después de días de tormenta, le evoca cierta nostalgia. Rememora a ratos lo que ha pasado en las últimas semanas, toda esa locura, y cómo el vivir en un barco se ha convertido más en una obligación, y no en una opción, como todas las otras veces.
Aurora piensa, mientras escucha en sordina el ir y venir de las olas embravecidas, que ya debería de estar en casa, que justo ahora debería de estar en casa, después de recorrer paraísos en las transparentes aguas de las Islas Caimán, de Cozumel, de Haití, de las Bahamas, quizá, en cambio no hay fecha de regreso.
Con tres mil pasajeros y mil 392 tripulantes, el crucero zarpó de las frescas y lujosas aguas de Fort Lauderdale. Era una mañana de cielo despejado, de esos cielos que son comunes en Florida, de azul profundo, como el mar. Eran los días de principios de marzo, y aunque todos pretendían vivir con cierta normalidad, se sentía un ambiente raro.
Ya el coronavirus había extendido sus dominios, y amenazaba con detener al mundo, aunque en esos momentos el mundo se resistía a detenerse por un virus. Ahora, con el tiempo acumulado en la memoria, Aurora recuerda que las cancelaciones de los turistas eran un aviso, una advertencia.
Que las noticias que surgían desde finales de enero, cuando el año comenzaba con toda su fuerza, como suelen empezar los años, con todos sus propósitos, debieron ser escuchadas, pero ya no hay tiempo para lamentarse.
Aurora trabaja en el departamento de Recursos Humanos del crucero Royal Caribbean. Dicen que el mar es traicionero, sobre todo en los días de tormenta, pero ella está acostumbrada a esos paisajes, hasta le gustan.
Ha sido un viaje extraño, diferente a todos los demás. Los primeros días, cuando los turistas disfrutaban tibiamente del crucero y la calma sólo se veía interrumpida por las noticias que leían en las redes sociales, cada vez más llenas de alarma, su trabajo consistía en hacerles saber que todo estaba bien, que desde las oficinas en Miami tenían todo controlado. Y así fue.
Pese a que las fronteras de los países comenzaron a cerrarse, una tras otra, los pasajeros llegaron a tierra el 14 de marzo, como estaba previsto, luego de visitar la Costa Maya. Los viajes siguientes quedaron cancelados, al menos hasta mediados de junio. Es la fecha tentativa, aunque nadie sabe bien cuándo podrán retomar sus actividades.
En el barco sólo se quedó la tripulación, como atrapados, sin poder regresar a sus países. Su desembarco es como un gotero que se vacía lentamente, y que cada que alguien se va a su tierra enciende la esperanza. Como si regresaran después de años de vivir en el exilio. Hasta el momento, después de dos meses, que por momentos parecen más, con esa ambigüedad del tiempo, de los casi mil 400 trabajadores que empezaron el viaje, 970 siguen a bordo.
La situación es difícil, porque las regulaciones en Estados Unidos para los tripulantes de los barcos se endurecen a medida que aumentan los contagios, y la única manera de regresar a casa es mediante vuelos privados. El proceso es lento y no hay hoteles disponibles para alojarlos. Entonces hay que inventar maneras. En el barco conviven 55 nacionalidades. Las más afectadas son Italia, Filipinas, España y China, que son los países que han cerrado sus fronteras por el avance indiscriminado del virus. Hay muchos mexicanos, también. Y Aurora lo agradece, porque en esas situaciones la patria, la que se lleva en la sangre, suele ser una buena compañía. Como dos compatriotas que se encuentran en el extranjero y se saludan como si se conocieran de toda la vida, aunque lo único que los una sea la historia y las costumbres.
Aun así hay días en los que las dudas golpean con más fuerza que otros, y aunque están acostumbrados a navegar por largas temporadas y a pasar casi la mitad del año lejos de sus países, sus familiares les preguntan cuándo volverán, pero tampoco hay muchas respuestas.