EL FIN DE SEMANA

*De Borges: “De tanto perder aprendí a ganar; de tanto llorar se me dibujó la sonrisa que tengo. Conozco tanto el piso que sólo miro el cielo. Toqué tantas veces fondo que, cada vez que bajo, ya sé que mañana subiré”. Camelot.

 

EL FIN DE SEMANA

 

Rolo un viernes del Día del Amor y la Amistad, el de San Valentín en 14 de febrero. Voy a Veracruz a un compromiso familiar, se casa mi sobrina Marifer con el inglés Mike, súbdito de la Reina de Inglaterra. Por la iglesia, que ambos son católicos. Hay un fuerte norte de otro frente frio, el aire pega y duro, las palmeras de la autopista se bambolean, el auto choca contra ese viento de frente, cómo si se navegara en el mar. No es puente de los que quiere quitar el presidente solo porque se le ocurrió. Hay tráfico, pero las casetas de Fortín y de Cuitláhuac, que tienen más colas que las cajas de paga de supermercado atiborrado, ahora están libres, pasas en cinco minutos. Los inútiles de Capufe arreglan y encementan un tramo. Y el viejito secretario Jiménez Espriú, nunca viene por estas tierras, está igual que el transa de Gerardo Ruiz Esparza, su antecesor. Llego y veo el mar. Ese mar veracruzano. Como escribiera el poeta Rafael Alberti: “El mar, La mar. Sólo la mar. ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad? ¿Por qué me desenterraste del mar, padre? ¿Por qué me trajiste acá?”.

Entro a una plaza comercial, un café en Don Justo de Plaza Américas y una plática con mi hermano Enrique y Rico, el amigo que no es rico. Hay algo de movimiento, la restaurantería estará llena por el día de San Valentín. Jovencitos caminan presurosos, a esa hora de la tarde llevan sus cajitas de un regalo para la novia o amiga o pretendiente, y les acompaña la sonrisa en los labios y una rosa, que lo importante es la rosa. Como en el cuento del mercader árabe que entró en una ciudad un día de mercado y le dio a un mendigo dos monedas de cobre. Al irse, horas más tarde, se lo volvió a cruzar, y le preguntó qué había hecho con el dinero. Y el hombre contestó: “Con una moneda compré un pan, para tener con qué vivir, y con la otra una rosa, para tener por qué vivir”. Pues eso, como lo escribió Rosa Montero.

 

LAS PLAZAS COMERCIALES

 

La gente sigue su caminar. Más tarde por asuntos de logística visitaré las otras dos plazas o Mall, como le llaman los gringos. Veracruz cuenta con tres excelentes plazas comerciales, más bien cuatro, la vieja Mocambo, donde recordábamos cuando se abrió esa primera plaza con hamburguesería Mc Donald, que había que hacer cola para una hamburguesa. Tiempos de Carlos Salinas, cuando el TLC nos permitía acceder a todo aquello que llegaba de fayuca, las videograbadoras y las televisoras de color Sony. Hoy existen más plazas: Américas, Andamar con su Palacio de Hierro, y El Dorado, otra bella y funcional plaza con marina al lado. Todas tienen movimiento, aunque ahora menos, el día de la compra debió ser ayer cuando se preparan los regalos para los enamorados, aún en la tarde empleados que salen del trabajo con sus uniformes de regla, llevan en sus manos el regalo a ella o a él. Un día de amor y de amistad. El viento no amaina. Aún golpea fuerte, pero los meteorólogos que hoy si le atinan a todo, no como aquel Iracheta que tenía Jacobo en su programa nocturno, cuando la tecnología aún no estaba tan avanzada, hoy te dan un cuadro de hora por hora de cómo estará el tiempo, por esos satélites.

 

AQUEL HEMINGWAY

 

Llego al hotel por la noche, enciendo y veo CNN. Encuentro una entrevista donde Norberto Fuentes, un cubano, es entrevistado para anunciar que, 35 años después, reedita el libro prologado por Gabriel García Márquez: ‘Hemingway en Cuba’. Y empiezan a hablar del gran escritor que aunque amó a Cuba y vivió en Finca Vigía una buena parte de su vida, sitio que Yo Mero descubrí la veintiúnica vez que fui a La Habana, Hemingway solo vio a Fidel Castro una vez en su vida, por escasos 10 minutos, una foto guardó ese encuentro histórico. Y me acordé la vez que visité Finca Vigía, porque en este libro en su reedición contó el escritor una anécdota muy conocida. Cuando los amigos llegaban a visitar a Hemingway en su habanera Finca, los llevaba hacia la alberca, una alberca grande, con buena agua templada porque la Habana es lugar de calor. Los hacia que se arrodillaran y les decía: “Toca el agua, para que sientas la piel desnuda de Ava”. Esa Ava era la misma Ava Gardner, el animal  más bello del mundo, como la llamó Hollywood, que ahí nadaba desnuda en aquel tiempo que rompió el corazón de Frank Sinatra y que algún otro día estuvo en los tendidos y entre las sábanas por su amor al torero, Luis Miguel Dominguín, y en España, en un verano caliente y sensual, cuando venía huyendo de Sinatra y un poco de sí misma, la primera noche que le hizo el amor, el torero se paró de la cama y ella volteó a preguntarle: ¿Adónde vas? ¡A contarlo!, respondió aquel habilón, como si hubiera puesto dos banderillas al toro. Nieves Herrero escribió que la relación de Dominguín y Ava Gardner, ‘era como juntar un huracán con un terremoto’.

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