Caída de símbolos y de instituciones

Arturo Reyes Isidoro / Hasta el 1 de septiembre de 1988 cuatro instituciones y símbolos fueron intocables en México: el presidente de la república, el Ejército, la Bandera nacional y la Virgen de Guadalupe.

Aquel día se desmitificó la imagen presidencial cuando el entonces senador Porfirio Muñoz Ledo interrumpió e intentó interpelar al presidente Miguel de la Madrid quien rendía su sexto y último informe de gobierno.

Cuando iba a la mitad de su lectura, de pronto se escuchó aquel: “Con su permiso señor presidente”, una, dos, tres veces. En ese momento el país entero, que veía y escuchaba la transmisión masiva (se unían todas las cadenas de medios electrónicos del país), contuvo la respiración.

Nunca antes nadie se había atrevido a tratar como a un político de carne y hueso al “Señor Presidente”, a quien se le reverenciaba prácticamente como a un Dios y quien era un ser intocable, omnipotente y omnipresente.

A partir de entonces ningún presidente estuvo a salvo de ser cuestionado por la oposición hasta que en 2006 con Vicente Fox primero y luego en 2007 con Felipe Calderón, legisladores del PRD les impidieron llegar a la tribuna y hablar en San Lázaro.

Pero Porfirio marcó el inicio de la caída de la figura presidencial como un ser intocable y desde entonces ya nada volvió a ser igual, al grado que hoy se le puede faltar al respeto al presidente en turno sin mayores consecuencias para el o los transgresores.

Treintaiún años después, quienes vimos iniciar la caída de la figura presidencial del pedestal en el que había estado, con mucha tristeza acabamos de ver públicamente la caída de la imagen de otra institución que era símbolo de orgullo de la mayoría del pueblo mexicano: el Ejército.

Pareciera que al Instituto armado le cayó también la sentencia aquella de: “Al diablo con las instituciones” que proclamó el entonces candidato presidencial perdedor en la elección de 2006 Andrés Manuel López Obrador, hoy presidente y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas.

Así como el 1 de septiembre de 1988 en San Lázaro pasó a la historia como el inicio del deterioro de la institución presidencial, así ha pasado ya a la historia el fatídico jueves 17 de octubre de 2019 en Culiacán con la caída de la imagen de otro símbolo del país.

Pero, cosas del tiempo, a diferencia de aquella primera fecha cuando el objetivo fue la figura presidencial, ahora, quiera o no, ha sido el presidente el que expuso al Ejército a una humillación capitulando ante la delincuencia organizada con el pretexto de salvar vidas de civiles inocentes, sin mencionar que una mala organización y estrategia de su gabinete de seguridad fue la que los expuso al peligro en el que estuvieron.

El 17 de octubre fue la institución Ejército, aunque ya antes, en diferentes ocasiones, su mismo Comandante había expuesto a soldados al atarlos de manos y prohibirles que se defendieran ante vejaciones por parte de turbas alentadas o compuestas por los mismos delincuentes y sin que el gobierno hiciera nada por evitarlo.

Ahora sí, parafraseando a Gabriel García Márquez, nunca me imaginé que viviría para contarlo.

Para un adulto mayor como yo, ya entrado en el último tramo de su vida activa, resulta imposible no rememorar a aquella institución a la que enseñaron a querer y a respetar desde el primer año de su educación primaria.

Era yo alumno de la escuela primaria Niños Héroes de Chapultepec, de Coatzacoalcos (la única otra que había entonces era la Vicente Guerrero, en el centro histórico de la ciudad, en un predio que hoy ocupa una institución bancaria).

Inusualmente todos los 19 de febrero citaban a nuestros padres (con nosotros, obviamente) a las 5:30 de la mañana en el edificio escolar, donde nos dejaban, para de ahí salir con los maestros a las 6:00 horas rumbo al cuartel del Batallón de Infantería que estaba acantonado en la plaza.

A cada niño se le pedía que llevara un regalo, un singular regalo, el que pudiera de cuatro opciones: un kilo de arroz, uno de frijoles, un jabón para lavar ropa o uno para baño (las marcas de entonces eran Octagón y Palmolive, respectivamente), envueltos ¡en papel de estraza! (la economía de nuestras familias no daba para más).

Nos llevaban, pues, al cuartel, caminando, no como ahora cuando los niños de prácticamente todas las escuelas viajaban en camión cuando van a algún lugar. Pero éramos e íbamos felices entre la algarabía de romper con la rutina y cuando llegábamos al sitio cuidaban que estuviéramos lo mejor formados y entonces nos ordenaban empezar a cantar “Las mañanitas”.

A eso se concretaba todo, pero era suficiente para inculcarnos el aprecio, el respeto, la admiración por los hombres de verde olivo, los juanes, los guachos, los sorchis (nunca supe por qué les decían así).

Con el paso de los años los seguí viendo con respeto y con temor, temor que después, ya como conscripto y luego como reportero, se fue transformando hasta en miedo porque pude estar cerca de ellos y sentir que se imponían, inimaginable, ni siquiera en sueños, que un día vería que los escupieran, que los patearan, que los lapidaran y los deshonraran penosamente.

Las nuevas generaciones, los jóvenes deben saber que hubo un tiempo en México en que no se conocían las vallas metálicas ni pensábamos que existirían algún día. Así, en giras presidenciales las vallas eran humanas, de soldados con bayoneta calada sobre sus fusiles inclinados con las puntas del arma prestas a picar a quien osara acercárseles. Formaban un muro infranqueable. Yo ya era reportero. Daba miedo. Imponían respeto los verdes.

Para mí, ayer, dolorosamente, se acabó de derrumbar aquella imagen de mi niñez, mi adolescencia y mi juventud: el gobierno, y con él el Ejército, no solo claudicó sino que acabó entregando la plaza a la delincuencia.

A las 6:15 de la mañana el diario Excelsior subió una nota a su portal anunciando que para proteger a familias de militares la Secretaría de la Defensa Nacional iniciaba mudanza a nuevas sedes. Generalizaba. No hablaba solo de Culiacán.

Qué bueno que se proteja a las familias. Qué malo la emigración porque es señal inequívoca de que se impone la delincuencia, de que temen que cause daño, y ni más ni menos que al Ejército, a las familias de sus elementos, dando la idea de que salen huyendo. Si ya no respetan a la institución, qué podemos esperar los ciudadanos comunes. Se derrumbó otro símbolo.

A México solo le quedan dos intocables: la Bandera nacional y la Virgen de Guadalupe. Por fortuna hasta ahora a ningún bárbaro se le ha ocurrido mancillar el lábaro patrio ni faltarle el respeto a la imagen de la llamada Reina de México, Emperatriz de América y Morenita del Tepeyac.

Yo rescato aquellos años de formación de mi niñez, me quedo con el recuerdo de la institución de respeto que fue el Ejército y expreso mi solidaridad a los buenos soldados incluyendo a sus comandantes (también hay quienes lo denigran o lo han denigrado). Ojalá y no se cansen ni los cansen ni les hagan perder la paciencia y la lealtad y un día se rebelen e impongan el orden por la fuerza por encima de los mandos civiles.

Ojalá y su Comandante Supremo entre en razón, le desate las manos y le devuelva al glorioso Ejército Mexicano su lugar de honor. Por el bien de todos.