Doña María / Juan Noel Armenta López

Doña María

Juan Noel Armenta López

Doña María era una viejecita hermosa que se sentaba en el quicio de la puerta a la entrada de la casa de doña Sara. Pedía limosna. No tenía otra forma de vida. Doña Sara le daba los alimentos para su sustento diario, y en veces la invitaba a que se sentara a comer en la mesa de adentro de su casa. Pero doña María se negaba. Aceptaba de comer, pero ahí, sentada en su quicio. Las arrugas de su cara demostraban su ya avanzada edad. Llegaba muy temprano con ese atuendo tan propio de ella: una falda vaporosa blanca, una blusa “teca” a la usanza del Istmo de Tehuantepec. Y cubriendo parte de sus cabellos platinados por el tiempo, cruzaba una banda roja sobre su frente haciéndola ver un personaje único. Descalza, parecía identificarse con el suelo. De facciones finas, no pesadas ni gruesas. Doña María era de poco hablar y de mucho sonreír. La gente del barrio de las calles Justo Sierra, Independencia, Xalapeños Ilustres y Arteaga, pasaban a dejarle a doña María las monedas que ella recibía en una canastita de palma que colocaba en la concavidad de su falda. Agradecía con una sonrisa el tintineo de las monedas cuando eran depositadas. Don Miguel, el señor de la carnicería de la esquina, le mandaba a diario un pedazo de carne para su sobrevivencia. Don Nereo, el señor de la tienda de abarrotes le daba siempre una pequeña despensa para el día. Doña María se sentaba en ese escalón de la calle Justo Sierra, en el número 42. Doña Sara y don Ángel Hernández Landa, formaban un feliz y sólido matrimonio de muchos años, eran los dueños de esa vivienda donde se sentaba doña María. En ese mismo lugar había un viejo trabajador de doña Sara, don Guadalupe, que en esos años enfermó de cáncer en la boca. Don “Lupe” estaba muy deteriorado, y dormía en un catre de tijera cerca de la bodega del café. En ese lugar don Ángel H. Landa, genio de la mecánica, constructor de maquinaria pesada, había instalado un beneficio de café con todos los aditamentos de infraestructura para pesar, despulpar, secar y comercializar el grano. Y ahí don “Lupe”, sentado en una silla de paja se quejaba lastimosamente y escupía los fluidos de su garganta en un pequeño botecito que después vaciaba en un rincón del terreno de abajo. Doña María cuando oía toser a don “Lupe”, iba hasta él a consolarlo. Era con el único que hablaba doña María como dándole aliento para seguir adelante.  En esa casa había una preciosa niña, nieta de doña Sara y don Ángel, siempre con la sonrisa a flor de labio y esa chispa que sólo una niña como Anita Landa podía tener. Y juntos, hacíamos las diabluras inocentes propias de la edad: le escondíamos el botecito a don “Lupe” y tirábamos del nudo de la banda roja que tenía doña María en la cabeza para desbaratarlo. Pero también compensábamos las crueles bromas con ternura: nos sentábamos con doña María en el quicio de la puerta, y la ayudábamos a juntar sus monedas y ella nos abrazaba agradecida. Y apoyábamos a don “Lupe” para que se acostara en su cama y lo tapábamos con sus cobijas para que dejara de temblar por el frío. Doña Sara y don Ángel llevaron siempre una vida apacible. Era un gusto para Anita y para mi ver cuando llegaba don Ángel del taller mecánico “El Micrómetro”, que tenía en la esquina de las calles de Acosta y Clavijero. Al llegar don Ángel, muy propio,  se quitaba el abrigo negro de grandes botones, y lo sacudía “descardándolo“ con un cepillito desdentado. Se quitaba su sombrero de pelo de ala corta y lo ponía arriba del perchero. Y quedaba en camisa blanca con la corbata negra de lazo delgado. Usaba un bigote que se decía estilo “mosca” bajo la nariz. Y nos platicaba don Ángel viejas historias, mientras tomaba su humeante café de greca. Nosotros, chicos, apenas alcanzábamos a sobresalir del lienzo de la mesa asomando las caras. Afuera la bruma de Xalapa envolvía la casa y quizás nos aislaba del resto del mundo. Actualmente en esa casa de la calle Justo Sierra, vive un matrimonio muy bien habido, sólido y feliz, como lo fue el de doña Sara y don Ángel, me refiero a Ninfa Ortiz y Darío Landa. Anita es hoy una hermosa mujer casada con Moisés Panes, con hijos y nietos. Doña María, don “Lupe”, doña Sara, y don Ángel, seguramente están a la espera que Anita y yo los alcancemos algún día. Esta es una historia de Xalapa, de personajes de Xalapa, como seguramente hay tantos detalles que merecen ser contados. Gracias Zazil. Doy fe.