La enfermedad yoica y la entropía social / Lenin torres Antonio

La enfermedad yoica y la entropía social

Crónicas urgentes

Lenin torres Antonio

 

El hombre necesita que lo público, el encuentro entre humanos, sea un acto de honestidad, de amistad, de humanidad, de solidaridad; que sanemos de la enfermedad que ha lacerado la vida pública, que nos ha puesto en peligro de muerte, que ha sepultado la civilidad, el momento que alrededor del fuego comenzamos a diferenciarnos de las demás especies vivas, a platicar y en esa plática encontrarnos, y supimos que éramos algo especial, que teníamos voz, palabra, signos, que podríamos construir un mundo más hospitalario y confortable, donde fuéramos felices sin que nos devoráramos, sin apelar a un  otro excluyendo a otros; pero esa enfermedad yoica, el narciso que habita en nosotros enmudeciéndonos, utilizando nuestros cuerpos para esclavizar incluso a quién hemos mentido que los amábamos, la enfermedad del poder, que aun reconociendo que habita en nosotros algún tiempo anterior pudimos domesticar, y hacerlo cómplice de la construcción de éste mundo humano, que llamamos humanidad, porque sentíamos al congénere, y comenzamos a llorar por su muerte, a arrullarlo al nacer, tranquilizándolo del trauma del nacimiento, de esa impronta de ruidos, colores, voces, texturas que asustaban ese pequeño cuerpo del sin palabra (in-fante), nacido prematuramente, con débiles sentidos, con una infancia prolongada, y un aprendizaje largo para hacerse con sí mismo, y juntos entre iguales poder ir resolviendo desde esa indefensión, y con la ayuda de un cerebro grande, los obstáculos que representaba sobrevivir en un principio, y posteriormente, el vivir en sociedad.

Pero hubo un momento en que separamos el nomo de la physis, que relativizamos el acuerdo entre los hombres, que dejamos de sentir al otro como un igual que necesitamos para continuar, para vivir bien y en paz, el hermano de sangre, el hermano de lucha, el hermano de fantasía, y decidimos volver al imperio del más fuerte, ahora ya no era el arma la fuerza física, sino la razón al servicio de la voluntad, al fin y al cabo, lo que necesitábamos ya lo habíamos inventando, el lenguaje, la ley, los conceptos culmen de la ilustración ahora puestos al servicio de una guerra entre inteligencias perversas y mezquinas; la palabra dado como una honra, se eclipsó con la palabra hipnótica de la mentira, y el hechizo del lenguaje nos volvió unos extraños en nosotros mismos, la abstracción nos alejó de nosotros mismos, cayendo en un vértigo narcótico de necesitar más palabras para describir a la cosa, al ser, cuando antes era tan simple acercarnos a ella con un sonido que nos acariciaba, un gesto, una señal, el poder de la mirada para hablar, para expresarnos, para decir mucho sin siquiera abrir la boca, el simple susurro que se deslizaba por los espacios que nos separaba, y que aparte de decirnos del otro algo importante, era como un bálsamo de caricias y bondades, de fraternidad; pero el ser se fue perdiendo entre más palabras, más signos, más significantes, y comenzamos a desconfiar del otro, incluso de uno mismo, caímos en la paranoia del desconocimiento del sí mismo de uno mismo, y todos nos volvimos enemigos de todos, la mirada desconfiada y estética dejó paso a la sonrisa como especie de mueca, al gesto ético que es más inmoral que moral porque se alimentó de esos deseos perversos inconscientes que se reprimieron sin nuestro consentimiento, en suma, que nunca pudimos cambiar nuestra gramática y nos condenamos a un eterno sufrimiento prometeico, una vida sin sentido, que exactamente se sostiene por un deseo sin objeto, una pulsión de muerte que domina paulatinamente al principio de placer y realidad.

Cómo revertir esa espiral pulsión de muerte, cómo escribir otra gramática, o cuando menos volver a recrear el acuerdo humano, volviendo frescos y deseables nuestros conceptos de lo humano, si ni siquiera el amor y la paz en que se tradujo el principio de placer la ha detenido, y el Edipo se diluye dejando de ser el dispositivo para el reconocimiento de la ley y el límite de lo permitido para no atentar a la cohesión social, a la genética, y la selección natural; estar en la cima de las especies vivas nos ha puesto en peligro, peleando contra fantasmas que tienen la ventaja de no existir pero si tiene el poder de hacer mucho daño, sostenernos con nuestra exclusividad de racionales y civilizados (pienso en un mínimo de tener modales en la mesa) es ahora una contradicción, y el tiempo corre en contra de nosotros mismos, ya no tenemos tiempos, porque la vorágine pulsional de muerte nos alcanza por doquier, y la muerte toca con más frecuencias nuestras puertas.

Mejor declarémonos imposibles, mejor confesemos nuestra impotencia y soledad, el mundo humano está en un proceso de expansión universal, la entropía nunca la pudimos contenerla, y las leyes físicas son también humanas, pensamos que el nomo era diferente de la physis, craso error que estamos pagando sus consecuencias, los puntos humanos se alejan en un proceso de expansión universal en que cada punto humano se alejan del otro punto humano y de los  otros puntos humanos, la entropía social se presentifica en que la historia del hombre es la historia de sus guerras, incluso en lo singular, la historia de cada uno de nosotros se presentifica en nuestras particulares guerras, nuestras luchas por contener la pulsión sexual y violenta, el predominio de nuestro morbo por encima de nuestra mirada estética y cándida, entendemos que es la felicidad por los momentos de dolor y sufrimiento, el lado trágico predomina, la comedia es un rictus de dolor y sufrimiento, de desesperación, la compulsión a la repetición aumenta con un vértigo esquizofrénicos, las jaulas en que estamos encerrados en este inmenso zoológico en que se ha convertido el mundo, son insuficientes, catatónicos somos expectantes de nuestros deambulares erráticos e insanos, solos y en guerra nos dirigimos al fin de los mundos posibles.