La vuelta del Itacate / Juan Noel Armenta López

La mejor comida es aquella que vemos con tristeza como se va, y vemos con alegría como regresa. Cuando un amor se va y regresa, es que siempre fue nuestro. Se llevaban a “memes” los trabajadores el itacate. Se iba el itacate triste y nosotros esperábamos su regreso con alegría. No todo lo que se iba en el itacate se agotaba, siempre había un remanente  que luchaba por regresar y sobrevivir para encontrarnos. Un sabor tiene el itacate cuando se va, otro sabor tiene el itacate cuando regresa. Cuando el itacate se va, cubre una necesidad. Cuando el itacate regresa, viene revestido de amor y de ternura. ¿Cómo puede ser el itacate dos cosas distintas si es el mismo? Porque el itacate, siendo uno solo depende a que boca llegue a satisfacer, ahí se postra la diferencia atávica de su ser. Se va triste el itacate, regresa triunfante, lleno de alegría y todavía humeante, buscando bocas frescas en donde depositar el misterio de su magia. Viajaba el itacate en esas cazuelas de barro curado y en ollas de peltre de color azul con puntitos blancos. El café, iba en botellas de vidrio. El agua fresca de manantial, viajaba en el tecomate con cintura de avispa. Todo el itacate se empacaba en morrales de yute de colores chillantes. Enfrijoladas, entomatadas, chile guajillo y comapeño, huevos hervidos, tasajo de carne salada, pollo frito, eran solo potajes parte del itacate. En los pueblos se come bien. Sin embargo, oí decir a la mujer de Darío, el “perrón”: hoy estamos pobres, así es que nos comeremos una gallina gorda, qué pobreza. Cuando regresaba el itacate, allá por las seis de la tarde, la chiquillería se llenaba de regocijo y risas. Recuerdo que el olor del itacate cuando se destapaba era muy parecido a como olía la vieja chata que solo se bañaba en domingo lo necesitara o no lo necesitara. Ese día en que falleció la abuela, tengo fija la imagen de cuando la abuela le dio los morrales a Simón y a Pancho, los primos grandes, para que se fueran a trabajar al campo. La abuela les dio los morrales, los persignó a uno por uno, y les encargó pipianas rastreras de orilla del monte. Cosa rara, después de esto, la abuela se fue a la cama muy cansada. Inusual en la abuela que nunca paraba de trabajar en todo el día. La abuela siempre reprendía esa flojera diciendo: a descansar al campo santo, siempre habrá tiempo para descansar cuando se mueran. Cuando la vimos que se recostó, nos fuimos cerca de las varengas a jugar al “malamén”, y no volvimos hasta cuando el sol empezó a pardear como huevo de totola. Cuando regresamos a la casa, la abuela seguía acostada. Le dijimos a Simón y a Pancho y de inmediato la fueron a ver. ¡Qué va!, la abuela estaba bien muerta. Después se vino el velorio y la abuela no volvió a despertar. Todos lloraban como plañideras enjutadas y nosotros no entendíamos por qué. Pensamos que la abuela solo estaba dormida, y que luego despertaría, para que tanto “pinche” llorido. Y que le vamos cayendo al sobrante del itacate que los muchachos habían dejado en el molendero. Aprovechando que la abuela estaba dormida, muerta, le pusimos al itacate dos cucharas grandes de frijoles calientes y vaciando todo en una cazuelota hicimos un hermoso “tichate” parecido al que le daban al perro de don Erasmo. Completamos la cena con un café negro, pan dulce, galletas “chaquiras”, un pedazo de resobado, y nos robamos del velorio una jarra de rompope. Nos quedamos dormidos mientras la abuela estaba muerta esperando que no se despertara con ese jelengue de siempre: ¡vete por leña, vete por naranjas, vete por berros!, decía chocosa la abuela. Empezamos poco a poco a comprender lo que era la muerte cuando la abuela no despertó y se la llevaron a enterrar al panteón como al perro de Chito Ruiz. La muerte es que ya no despiertas, la abuela se murió y ya no despertará, se la llevó la muerte, y solo vendrá en días de muertos, nos dijo el tío Fructuoso. ¡Otra vez solos!, pensamos. Gracias Zazil. Doy fe.